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Premio Nobel de Química 1995
“por su trabajo en química atmosférica,
y
particularmente en lo concerniente a la
formación y la descomposición
del ozono”
Semblanza autobiográfica
(conectada con el Premio Nobel en 1995, autorizada por el doctor Mario
Molina)
Nací en la ciudad de México el 19 de marzo de 1943.
Mis padres fueron Roberto Molina Pasquel y Leonor Henríquez
de Molina. Mi padre fue un abogado; tenía un despacho particular,
pero también era maestro en la Universidad Nacional Autónoma
de México (UNAM). En sus últimos años representó a
México como embajador en Etiopía, Australia y Filipinas.
Fui a la primaria y la secundaria en la Ciudad de México. Antes
de entrar a la secundaria ya me fascinaba la ciencia. Aun recuerdo
mi emoción cuando vi por primera vez paramecios y amibas a través
de un microscopio de juguete más bien primitivo. Convertí entonces
en laboratorio un baño de la casa que apenas usábamos,
y pasé largas horas ahí entreteniéndome con juegos
de química. Con la ayuda de una tía, Esther Molina, que
es química, seguí realizando experimentos más
desafiantes en la línea de aquellos realizados por estudiantes
de química de los primeros años de universidad. Apegados
a la tradición familiar de enviar los padres a sus niños
a estudiar al extranjero por un par de años, y conscientes de
mi interés en la química, fui enviado a una escuela en
Suiza cuando tenía 11 años, bajo la convicción
de que el aprendizaje del alemán era importante para un posible
químico. Yo estaba muy entusiasmado de vivir en Europa, pero
me desilusionó que a mis nuevos compañeros no les interesara
la ciencia más que a mis amigos de México.
Para entonces ya había tomado la decisión de ser investigador
en química; antes, había contemplado seriamente la posibilidad
de dedicarme a la música (solía tocar el violín
por ese entonces). En 1960 comencé los estudios de ingeniería
química en la UNAM, toda vez que este camino, que ofrecía
materias de matemáticas a las que no se tenía acceso
en la carrera de química, era el más corto para llegar
a ser un físico-químico.
Luego de terminar la carrera en México, decidí cursar
los estudios de posgrado en físico-química. Esto no era
fácil: si bien mi preparación en ingeniería química
era buena, adolecía por el lado de las matemáticas y
la física, así como en diversas áreas de físico-química
básica —materias como mecánica cuántica
eran totalmente ajenas a mí por aquel entonces. En un principio
me trasladé a Alemania e ingresé a la Universidad de
Friburgo. Luego de dedicar cerca de dos años a la investigación
en cinética de polimerizaciones, caí en cuenta de que
quería dedicar más tiempo al estudio de algunas materias
básicas a fin de ampliar mis fundamentos y explorar otras áreas
de la investigación. Así, decidí solicitar mi
ingreso a algún posgrado en Estados Unidos. Mientras ponderaba
mis planes futuros, pasé varios meses en París, donde
pude estudiar matemáticas por mi cuenta y donde pasé ratos
maravillosos en charlas sobre todo tipo de temas —desde la política
hasta la filosofía y las artes— con muchos buenos amigos.
Posteriormente regresé a México como Profesor Asistente
de la UNAM, y creé ahí el primer posgrado en ingeniería
química de México. Finalmente, en 1968 me trasladé a
la Universidad de California en Berkeley para realizar mis estudios
de posgrado en físico-química.
En mi primer año en Berkeley tomé clases de física
y matemáticas, además de las materias obligatorias en
físico-química. Seguidamente me incorporé al equipo
de investigación del profesor George C. Pimentel, con el objetivo
de estudiar dinámica molecular con ayuda del láser químico,
que había sido descubierto por ese equipo de investigación
algunos años antes.
George Pimentel fue también un pionero en el desarrollo de
técnicas de aislamiento de matrices, que son ampliamente utilizadas
en el estudio de la estructura molecular y los enlaces químicos
en especies transitorias. Él fue un excelente profesor y un
guía maravilloso; su afecto, su entusiasmo y su motivación
me inspiraron para abordar importantes problemas científicos.
Mi trabajo de posgrado implicó el estudio de la distribución
de la energía interna en los productos de reacciones químicas
y fotoquímicas; los láseres químicos eran herramientas
apropiadas para dichas investigaciones. En un principio yo tenía
poca experiencia con las técnicas de experimentación
que requería mi investigación, tales como el manejo de
líneas de vacío, óptica infrarroja, instrumentación
electrónica, etcétera. Mucho de esto lo aprendí de
mi colega y amigo Francisco Tablas, que era entonces alumno de posdoctorado.
Posteriormente gané la confianza necesaria para obtener resultados
originales por mí mismo: mi primer logro consistió en
explicar algunas propiedades de las señales de láser —que
a primera vista aparentaban ser solamente ruido— pero que pude
explicar como “oscilaciones de relajación” predecibles
a partir de las ecuaciones fundamentales de las emisiones láser.
Los años que pasé en Berkeley han sido de los mejores
de mi vida. Llegué allí justo después de la era
del movimiento a favor de libre expresión. Tuve la oportunidad
de explorar muchos campos y de involucrarme en apasionantes labores
de investigación dentro de un ambiente intelectual estimulante.
Fue también en esos años que tuve mi primera experiencia
en relación con el impacto de la ciencia y la tecnología
en la sociedad. Recuerdo que me impresionó el hecho de que en
otros lugares se estaban desarrollando láseres químicos
de alto poder para fines bélicos: deseaba participar en investigaciones
que fueran útiles para la sociedad, y no que derivaran en resultados
potencialmente destructivos.
Una vez terminados mis estudios de posgrado en 1972,
permanecí en
Berkeley por un año más para continuar mis investigaciones
en dinámica química. Posteriormente, en 1973, me uní al
equipo del profesor Sherwood (Sherry) Rowland como becario de posdoctorado,
para lo que debí trasladarme a Irvine, California. Sherry había
desarrollado la investigación en química del “átomo
caliente” al estudiar las propiedades químicas de átomos
con exceso de energía de traslación y derivados de procesos
radioactivos. Sherry me ofreció una lista de opciones de investigación;
el proyecto que más me atrajo consistía en averiguar
el destino de ciertos productos químicos industriales muy inertes —los
clorofluorocarbones (CFCs)— que se habían estado acumulando
en la atmósfera, y que no parecían tener para entonces
ningún efecto significativo en el medio ambiente. Este proyecto
me brindó la oportunidad de aprender sobre el campo de la química atmosférica, del que sabía muy poco;
el trabajo para resolver un problema desafiante parecía ser
una forma magnífica de introducirme en una nueva área
de investigación. Los CFCs son compuestos similares a otros
que Sherry y yo habíamos investigado desde el punto de vista
de la dinámica molecular; estábamos familiarizados con
sus propiedades químicas, pero no con su química atmosférica.
Tres meses después de mi llegada a Irvine, Sherry y yo habíamos
creado la “Teoría del agotamiento del ozono por los CFCs”.
En un principio la investigación no parecía particularmente
interesante: realicé una búsqueda sistemática
de procesos que pudieran destruir los CFC en la atmósfera baja,
pero nada parecía afectarlos. Sabíamos, sin embargo,
que terminarían por alcanzar una altitud lo suficientemente
elevada para ser destruidos por la radiación solar. El punto
no era qué los destruye sino, más importante, cuáles
son las consecuencias. Advertimos que los átomos de cloro producidos
por la descomposición de los CFCs destruyen por catálisis
al ozono. Nos hicimos realmente conscientes de la seriedad del problema
cuando comparamos las cantidades industriales de CFCs con las de óxidos
de nitrógeno que controlan los niveles de ozono; Paul Crutzen
había identificado el papel de estos catalizadores de origen
natural unos cuantos años antes. Nos alarmaba la posibilidad
de que la liberación continua de CFCs en la atmósfera
pudiera causar una degradación significativa de la capa de ozono
estratosférica de la Tierra. Sherry y yo decidimos intercambiar
información con la comunidad de científicos atmosféricos.
Fuimos a Berkeley a conversar con el profesor Harold Johnston; conocíamos
bien su trabajo sobre el impacto de la liberación de óxidos
de nitrógeno por parte de la proyectada aeronave de transportación
supersónica (SST) en la capa de ozono estratosférica.
Johnston nos informó que meses antes Ralph Cicerone y Richard
Stolarski habían llegado a similares conclusiones sobre las
propiedades catalíticas en la estratosfera de los átomos
de cloro, en relación con la liberación de cloruro de
hidrógeno debida a erupciones volcánicas o al combustible
de perclorato de amonio cuyo uso se tenía proyectado para el
transbordador espacial.
Dimos a conocer nuestros descubrimientos en un artículo que
apareció en el número del 28 de junio de 1974 de la revista Nature.
Los años siguientes a la publicación de nuestro artículo
fueron agitados, dado que habíamos decidido difundir el asunto
no sólo a otros científicos, sino también a autoridades
públicas y a los medios de comunicación: sabíamos
que ésta era la única forma de asegurar que la sociedad
tomara algunas medidas a fin de reducir el problema.
Para mí, Sherry Rowland siempre ha sido un maravilloso guía
y colega. Me son entrañables los años de colaboración
con él y mi amistad con él y Joan, su esposa. Cuando
pasó su año sabático en Viena, durante el primer
semestre de 1974, nos comunicamos por correo y teléfono. Hubo
un gran intercambio de correo en ese corto periodo, lo que ilustra
el agitado ritmo que imprimíamos a nuestra investigación
a fin de refinar nuestra teoría del agotamiento del ozono. Poco
después, Sherry y yo publicamos un buen número de nuevos
artículos sobre el tema; presentamos nuestros resultados en
reuniones científicas y también rendimos testimonio en
audiencias legislativas sobre proyectos de control de emisiones de
CFCs.
En 1975 me integré al cuerpo de profesores de la Universidad
de California en Irvine. Si bien mantuve mi colaboración con
Sherry, tenía que demostrar que como profesor asistente era
capaz de hacer mis propias aportaciones en investigación. Establecí entonces
un programa independiente de investigación sobre las propiedades
químicas de compuestos de importancia atmosférica, particularmente
de aquellos que son inestables y difíciles de manejar en laboratorio,
como el ácido hipocloroso, el nitrito de cloro, el nitrato de
cloro y el ácido peroxinítrico.
Si bien mis años en Irvine fueron muy productivos,
echaba de menos mi trabajo de investigación en el laboratorio,
que no podía realizar personalmente debido a las muchas responsabilidades
que implicaba mi cargo en la facultad: impartir clases, supervisar
el trabajo de estudiantes de posgrado, asistir a reuniones, etcétera.
Luego de pasar siete años en Irvine como profesor asistente
y, posteriormente, como profesor asociado, decidí dejar mi cargo
académico. Así, me uní en 1982 al Departamento
de Física y Química Molecular del Laboratorio de Propulsión
a Chorro. Tenía un equipo de trabajo más pequeño —tan
sólo algunos becarios de posdoctorado— pero también
tenía el privilegio de conducir experimentos con mis propias
manos, lo que disfruto mucho. De hecho, pasé muchas horas en
el laboratorio durante aquellos años, realizando cálculos
y desarrollando técnicas para el estudio de los problemas que
se iban presentando. Hacia 1985, luego de enterarme del descubrimiento
que hicieron Joseph Farman y sus colaboradores del agotamiento temporal
del ozono sobre la Antártida, mi equipo de investigación
del Laboratorio de Propulsión a Chorro investigó la química
peculiar propiciada por las nubes estratosféricas polares, algunas
de las cuales están formadas de cristales de hielo. Pudimos
demostrar que las reacciones de activación por cloro
ocurren con más eficiencia en presencia
de hielo bajo condiciones estratosféricas polares. Así,
simulamos en laboratorio los efectos químicos de las nubes sobre
la Antártida.
Igualmente, a fin de entender las rápidas reacciones de la fase
catalítica del gas que estaban teniendo lugar sobre el Polo
Sur, realizamos experimentos con peróxido de cloro, un nuevo
compuesto que nunca había sido reportado en textos de química
y que resultó ser importante para explicar la rápida
pérdida de ozono en la estratosfera polar.
En 1989 regresé a la vida académica, trasladándome
al Instituto de Tecnología de Massachusetts, donde he continuado
mi trabajo de investigación sobre temas generales de química
atmosférica. Si bien ya no paso mucho tiempo en el laboratorio,
disfruto mucho del trabajo con mis alumnos de posgrado y posdoctorado,
cuya labor representa un gran estímulo intelectual para mí.
La enseñanza también me ha beneficiado: al explicar mi
punto de vista a estudiantes con mentes críticas y abiertas,
continuamente me veo obligado a examinar y recrear mis ideas. Ahora
concibo la enseñanza y la investigación como actividades
complementarias que se retroalimentan.
Cuando elegí por vez primera el proyecto de investigación
sobre el devenir de los clorofluorocarbonos en la atmósfera,
fue simplemente por curiosidad científica. No consideré en
ese momento las consecuencias ambientales de lo que Sherry y yo comenzábamos
a estudiar. Me emociona y me mueve a humildad el que pude hacer algo
que no sólo contribuyó a nuestra compresión de
la química atmosférica, sino que también tuvo
profundas repercusiones en el medio ambiente global.
Uno de los aspectos más gratificantes de mi trabajo ha sido
la interacción con un grupo inmejorable de colegas y amigos
de la comunidad internacional de científicos atmosféricos.
Valoro en verdad estas amistades, que han perdurado en muchos casos
por veinte años o más, y que espero que se mantengan
por muchos años más. Considero que este Premio Nobel
representa un reconocimiento al excelente trabajo de mis colegas y
amigos en el campo del agotamiento del ozono estratosférico. |